XVIII PREMIO INTERNACIONAL MIGUEL
FERNÁNDEZ
PRESENTACIÓN A FERNANDO DE
VILLENA
Viernes, 11 de mayo de 2012
Publicado por Cristina Hernández González en sábado, mayo 12, 2012, en:
Fernando de Villena es un Ulises
con voz de Orfeo. Un navegante y un mago. Siendo un Ulises, sólo le atañe el
océano, símbolo de la movilidad perpetua, de la vida universal, del abismo
original, y siendo un Orfeo, sólo le atañe la palabra, la palabra órfica
contemplada –con nuevos ojos y nuevos oídos- tras el descenso al abismo
infernal. Sí. Fernando de Villena es poeta del abismo, poeta del umbral. ¿Qué
se puede decir, pues, de él? ¿Cómo resignarnos a compendiarlo en breves notas,
cifras y datos? ¿Por qué conformarnos con un mero inventario de títulos, fechas
y galardones?[1] Yo, que les hablo desde aquí un año más, no puedo. No me es
posible. Ni siquiera me es concebible. Solamente he secundado la sugerencia de
Fernando: “Buscadme siempre en mi palabra escrita.” Lo he buscado en su
palabra, en su palabra poética. Y compartiré con ustedes como lo he encontrado.
Fernando de Villena es un Ulises.
Un “vagabundo eterno de corazón hambriento”, como escribiera Tennyson.
Bastaría, para demostrar lo que les digo, con asomarnos a su Atlántida interior
(1990). Subyace en él, latente, el arquetipo del poseedor del conocimiento y de
la tekné, de la sabia retórica que otorga un lenguaje de supervivencia tras escuchar
los enigmas de los umbrales. Canto gnóstico de sirenas que le revelan que la
sabiduría poética se percibe más por una extraordinaria audición que por una
visión sesgada; que la palabra primigenia exige sujetos fronterizos y hondanada
en los confines. Porque sólo en el naufragio puede alentarnos la poesía,
vínculo sutil entre márgenes u orillas. Poeta que, en su travesía per umbram ad
umbras, proclama un nuevo manierismo, síntesis y compendio de estirpe
manifiestamente hispana, manifiestamente barroca, manifiestamente colisionando
con los ramplones escollos de pedestres poéticas imperantes.
Neomanierismo combativo. Navegar
para trascender. Y así surcamos los piélagos de Pensil de rimas celestes (1980)
y arribamos a las ínsulas de las Soledades Tercera y Cuarta (1981), poemarios
que, junto con Damas reales (1981) publicará bajo el título Rimas (1990), como
antiguo cancionero. Y, sin embargo, la alegoría náutica se inferiría
rotundamente estéril sin hundimiento, sin prolapso en el misterio material, sin
caída en el naufragio. Porque no hay desplazamiento hacia horizontes, ni
traslación por los confines, como tampoco errancia sobre un tangible
desiderátum. El viaje cognitivo nunca exige anclaje apremiante en Circes o
Calipsos, menos aún retorno a la patria, pues lo primero implica estancamiento
y lo segundo conlleva regresión. En consecuencia, comprendemos el “Destino” de
En el orbe de un claro desengaño (1984):
Esperé. Vine. Anduve.
Lamenté el esperar y
haber venido.
Y seguí caminando
entre la noche.
El viaje nocturno, tan homólogo
al descenso a los infiernos –lo que quizá esclarezca la cuasi omnipresencia de
órficas figuras en la amplitud poética de Fernando de Villena-, no es sino una
sucesión de incursiones katábicas en el propio centro, un caer en la cuenta de
nuestro yo. De ahí el desengaño, entendido más como conocimiento de la verdad y
algo menos como extravío de la esperanza. Y ese saber de la penumbra –ese “alud
de sombra” de “Último poema”- que convierte al poeta en un andante cautivo,
inmobilis in mobile, únicamente se obtiene mediante la permutación de la mirada
durante el tránsito. Contemplación, sensu stricto, de la amada de inefable
rostro que no puede ser otra más que la palabra. Es la sempiterna “Desconocida”,
la palabra que sólo se revela “fugaz de tan celeste”, tan esquiva y, en
ocasiones, tan glacial para el poeta que se torna “neto silencio”. La faz
mutada en humo de Eurídice. La palabra incapturable e impronunciable por cuanto
en ella se enraíza el enigma del origen del self, de la palabra primigenia
perdida. Pareciera que el poeta-Ulises ha logrado, en su entender no
entendiendo, que la palabra es sólo insinuación, sugerencia, balbuceo y, por
tanto, o por siempre, lo intacto auroral. En definitiva, le sobreviene al poeta
el saber del “Noli me tangere”, quedándose o, para ser exactos, resignándose a
permanecer
solo, como en
marina tumba, quedo
en noche sin
certeza de alborada.
Si no es posible rozar siquiera a
la palabra, si el poeta se encuentra abocado a ese océano umbrátil o
encrucijada, entonces, no hay más alternativa que la de entregarse a sus
símbolos. A su esfinge –o sirena- megalítica. El libro de la esfinge (1985)
ofrece una Granada laberíntica y ritual, una Granada que se interpreta y se
construye como palabra-piedra fundacional, asentada en el manantial de las
sombras, del “oscuror perpetuo”. Sólo con una mirada ciega será factible la
visión. La mirada de Orfeo, condensada en la serie “Miradores”. Fernando de
Villena ya lo sabe, es el ojo interior, el ojo de la intuición o contemplación
el que reclama sacrificialmente la palabra poética. La ceguera y el mutismo a
los que apelaron místicos sufíes y cabalistas (Ibn Arabi, Abulafia), místicos
europeos (San Buenaventura, San Juan, Miguel de Molinos, el Maestro Eckhart,
Jakob Böhme), tradicionalistas perennes (Aldous Huxley, René Guénon) o
psicólogos transpersonales (Ken Wilber), por citar unos pocos. Son las
exigencias del misterio: es preciso descender a la profundidad, a lo ténebre, diluirse
–como agua de “esencia adamantina”- en las “entrañas de la oscura tierra”, en
los orígenes ignotos, para postreramente resurgir. Nos hallamos, pues, por fin,
ante La tristeza de Orfeo (1986), y ante la Eurídice-palabra que es “ausente
sombra mía” y “cansada voz que ya es olvido” del poeta en su anábasis,
culminando el peregrinaje por “la caverna de la noche, / de esta noche que
ignora mi regreso.” La vida ha sufrido una metamorfosis y, entonces, ante la
inefabilidad de la palabra, lo indecible queda impreso en Acuarelas (1987),
donde atraca nuestro Ulises: de la ínsula de lo imposible de decir a la ínsula
de lo posible en el arte, como manifestará más adelante en Nuevo museo
pictórico y escala óptica. Un nuevo impresionismo lírico trazado en aguadas, poesía
diluida que, no obstante, capta los cuatro elementos –mares, tierras, céfiros y
llamas-, con menos compactos óleos y con más fugaces pinceladas.
Estamos, pues,
ante la materia poética, en toda la plástica complejidad de sus dimensiones,
que requiere del lector contemplativo una mirada nueva. Una visión discontinua,
irregular, oblicua, cuasi intermitente, semejante a los saltos de los delfines
en el inagotable piélago, análoga a la presente ausencia de lo amado (ya sea
una mujer, lo divino o la poesía misma) de Delfín de ausencias (1982-1985).
Visión y comprensión, ambas inefables –insisto-, de cómo estamos
irremediablemente condenados a Amar lo efímero (1985-1986), comprensión que nos
desvela dos constantes en su obra: el viaje o peregrinaje de conocimiento (cual
Ulises) y el desengaño, el despojarse de los velos de nuestra ceguera
existencial (cual Orfeo), esa “Noche triste” sanjuanesca. Como sanjuanesca es
la oscuridad luminaria de un Palacio en sombras (1987), edificio textual de
galerías umbrátiles, liminares, por donde transitan seres espectrales, siendo
el poeta una suerte de psicopompo mercurial cuyo caduceo no es otro que un
“purpúreo silencio”.
Y de pronto, un giro copernicano,
una flexión crucial, atraviesan y circundan la poética de Fernando de Villena.
Pues sólo en las encrucijadas vitales nos asaltan disyuntivas poéticas: Vos o
la muerte (1991) implica una elección fundamental entre los naufragios
pretéritos y la calma hogareña y conyugal, entre la pugna por conquistar
ínsulas poéticas y el establecimiento en la tranquila aurea mediocritas
doméstica. ¿Ha regresado Ulises a la patria?
Virtuoso del verbo, no lo es
menos del tiempo, del tiempo poetizado y por poetizar. Y se inaugura así la
epodé, el en-canto o hechizo órfico que la palabra puede ejercer sobre el
tiempo que se creyó perdido, y sin embargo recobrado por intercesión de la
memoria restauradora y por transformación de la imaginación creadora. La epodé
casi sacra de Poema de las estaciones (1992), de la circularidad renovable de un
cosmos de flora y fauna, de esos jardines o edenes, de un “laberinto / vegetal
y canoro y aromado, / universo sucinto / donde todas las cosas van escritas.”
Pues, próximo al tratamiento de nuestra fugacidad lineal, en contraste con la
periódica regeneración de la Naturaleza, se atisba un murmullo de lo sagrado,
corroborado en Año cristiano (1995). Pedro José Vizoso insiste en la necesidad
de hablar de una poética religiosa. Yo matizaría que se trata más de una
poética de religación, de soldadura y vínculo con aquél que fuimos y que, en
cierto modo, seguimos siendo. Incluso con quien quisimos y no sabemos si
querremos ser. Correspondencias secretas y ocultas de las edades, de las cosas,
de los seres, de los vocablos, que se acentúan en Arco de Rosales (inédito
cuando se publica su segunda antología, 2004), poemario crepuscular, intervalo
doble de luz al amanecer y al atardecer, al principio y al final. Instante
impreciso, dudoso, como “La hora incierta” del poemario en alejandrinos Las
horas del día. Interminables horas de un periplo que se transmutan en La década
sombría (2008), entrecruce de intervalo y penumbra donde concurren los perfiles
ya conocidos, en paralelismo con la década transeúnte a la que fue sometido
Ulises antes de regresar. Pues, no en vano este poemario es coincidente en el
tiempo de la escritura con sus libros sobre el Mediterráneo, como si tras la
andadura náutica se hubiera encontrado Ulises con una Ítaca asolada o una
Penélope ajada. Con una Belleza abandonada. Sólo quedan las atronadoras
palabras del sabio Orfeo, “El mago”:
Crees ver la verdad y en un segundo
todo se desvanece o se transforma;
A Ulises, Tiresias le augura un
segundo y último viaje, el viaje interior y solitario del navegante sabio. A
Fernando nadie le profetizó, pero se ufanó en su propia epopeya, no tanto por
explorar otros orbes, sino por instaurarlos con su palabra fundante. Surgen
así, tras nueve años de cabotaje, Los Siete Libros del Mediterráneo
(1998-2008). Después de las enrancias y los arrecifes, después de las
lucubraciones acerca de ciclos y edades, el poeta concede su voz al mar. El
poeta recobra los reclamos combativos pero con una más mesurada dicción. Su
envite por la mitología grecolatina y la tradición bíblica, por un verbo
macerado y una palabra erudita, es una nítida ofensiva contra aquellas “novelas
con un lenguaje televisivo que se puedan leer en el metro o poemas que nos
hablen de los taxis, los divorcios o los bares de alta noche.” Si bien a
algunos libros parece que les concierne la dimensión espacial, la órbita
locativa, mientras que otros parecen regirse por atributos claramente
cronológicos, en verdad se establece una sutil mixtura entre ambas categorías.
Porque pronunciar ‘Grecia’ es invocar una comarca, un lugar, pero es
también conjurar una edad, un tiempo.
Faz doble que a su vez son utopías y ucronías de un no-mundo, el que crea el
poeta transformándolo, un no-mundo producto del imaginal que enmarcará
finalmente sus Figuras para un retablo, el séptimo y último libro. El primero,
Libro de las ciudades, nos embarca en un
doble periplo interior, partiendo de Granada a Damasco, de Jerusalén a Málaga,
recorriendo costas europeas, asiáticas, africanas y andaluzas. Los bordes o
umbrales del Mediterráneo. No se nos describen las ciudades; éstas son creadas
nuevamente, metamorfoseadas, como esa dulce, dorada y hermosa “Florencia”,
hecha, a ojos del poeta
con esta luz
penúltima
que como tempestad
de polen áureo
cae por las
estatuas y su insomnio
simulando de Dánae
la lluvia
El segundo libro, Helénicas,
atraca en las costas griegas, sin olvidarse de egipcios y fenicios, aunque se
trate de la Grecia textual conocida por Fernando de Villena a través de Safo,
Homero, Píndaro o Sófocles. De senectute consulis, el tercer libro, nos
traslada a Roma, a una Roma no poco impregnada de cinismo mediante la mirada de
un desengañado y anciano cónsul. El libro cuarto, pese a dirigirse a Las Dos
Orillas, muestra una tríada estructural constituida por una mujer musulmana,
por Jehudá Ha-Leví y por sacerdotes y cruzados cristianos. Tres rostros y tres
voces del Mediterráneo. Un Mediterráneo que se torna en el quinto libro,
tripartidamente áureo, piélago de tiempo de nuestros Siglos de Oro en que se
asienta del poeta la “Firmeza”:
Broncínea y ajena
al oleaje
que golpea tal
látigo la playa,
arbitra el
horizonte una atalaya
que es a la soledad
vivo homenaje.
Arribamos, a fortiori, a los
Tiempos finales del libro sexto, el más elegíaco quizá, el más umbrátil. Un
Mediterráneo como frontera, bruno y espeso cual alquitranado, o, en palabras
del propio Fernando de Villena, “cementerio de quienes pretenden cruzarlo para
escapar de la miseria”. Y el ciclo náutico se pliega con las Figuras para un
retablo: Safo, Diógenes, Cristo, Saulo, Abd-ar-Rahmán, Cervantes, Góngora,
Keats, Shelley, Rilke, transeúntes o habitantes todos ellos de/en el
Mediterráneo, y “tantos navegantes /cuyos nombres y gestas / se ha llevado el
olvido.” Y, al final, el Ulises cantor de los misterios del Mediterráneo, el
Ulises al que, no obstante, le ancla la tierra, culmina el viaje sabedor del
cíclico renacer de este antiguo mar, lozano y vetusto, emblema, por tanto, del
Principio y de la Eternidad[2].
Si bien nos sería posible acuñar
La hiedra y el mármol (2010), y toda la poética de Fernando, con las vetas de
una “permanente inquietud estilística”, como escribiera José Lupiáñez, o con
estrías nítidamente áureas que atraviesan, no obstante, de forma oblicua, e
incluso una cornucopia simbólica para una ubérrima palabra, quiero resistirme a
ese pesimismo vital que se le ha atribuido. Y me resisto impugnando a sus
orígenes, a su raíz de marmórea trepadora que nos desplaza y nos ubica -cuales
prófugos in illo tempore- a la trágica petrificación de Níobe. Su desmedido
orgullo materno la condujo a la extinción de su prole y a la metamorfosis de su
blando y cálido cuerpo en un peñón abrazado por la hiedra. Sus lágrimas
hicieron fluir un manantial y allí residió perpetuamente. Deviene perceptible
su traslación a la obra de Fernando de Villena. La pérdida de descendencia o la
carestía de fecundidad poética, esto es, el mutismo conclusivo o la locuacidad estéril
son los terribles terrores que conciernen inapelablemente a todo poeta de la
contemplación, cognitivo y umbrátil. Petrificación congruente ante el misterio
de la regeneración cíclica (las estaciones, los doce sonetomeses, la
circularidad sacra de la Naturaleza), ante la condena de nuestra caducidad,
ante la grana Alhambra (o Edén nevado), ante el ego desterrado de la Arcadia,
ante la mezquina mediocridad que predomina en los feudos del Parnaso y de la
vida. Sin embargo, a pesar del desengaño de espinares rosas o de fríos
inciertos o de cielos solemnes o de manzanas tantálicas, conjeturo hendiduras
redimibles. Pues en esa concordia de opuestos que conforman el mármol y la
hiedra se vislumbra la sincronía inexorable de lo inerte y lo orgánico, de lo
estático y lo dinámico, de lo mineral y lo vegetal. Asimismo sería lícito
reconocer, en una exégesis inversa, la perdurabilidad o inmortalidad de la
piedra frente a lo ponzoñoso de la venenosa siempreverde o la belleza apolínea
de la estatua frente al rapto extático y dionisíaco. Y, aun así, ambos, hiedra
y mármol, entrañan un parentesco común: el arte y la inmortalidad. La palabra y
su cíclica fecundidad. Y yo, en esta búsqueda de Fernando de Villena en su
palabra, en su palabra poética, contemplo el canto o conjuro del órfico mago
viajero, pues el desengaño, la penumbra, la incertidumbre, el olvido, el
silencio también se desvanecen o se transforman. Y sólo queda un leve aroma
porque
Algo hay de sagrado y de profundo
en la delicadeza y en la forma
de esas manos que algún genio conforma,
y en esas manos se contiene el mundo.
{contienes, Fernando}
[1] Fernando de Villena (Granada, 1956), es doctor en Filología
Hispánica y profesor de Lengua y Literatura Castellana. Miembro del Grupo Ánade
de Poesía y de la Academia de Buenas Letras de Granada, cuenta con una
abrumadora producción literaria, crítica y ensayística. Ha publicado novelas de
índole autobiográfica como El desvelo de Ícaro (1988), Atlántida interior
(1990) y La primavera de los difuntos (1998), y otras más propiamente de
ficción, como Relox de peregrinos (1988), Nieve al olvido (1993), El hombre que
delató a Lorca (2002) o Iguazú (2006), por citar sólo algunos títulos. Ha
recibido el Premio Ibn Gabirol, el Premio Ciudad de Jaén y el XV Premio
Andalucía de la Crítica. Su obra poética ha sido reunida en tres importantes
volúmenes: Poesía (1980-1990), de 1993, Poesía (1990-2000), de 2004 y Los Siete
Libros del Mediterráneo, de 2010.
[2] “Esta nostalgia de la que
hablamos es fruto de la idea de que para este autor Principio y Eternidad son
la misma cosa,”, A. C. Morón, El Grupo Ánade de Poesía, Port-Royal, Granada,
2012, p. 40.
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