Los que nacimos ya mediada la
anterior centuria siempre nos enfrentamos al miedo de una tercera guerra
mundial. Primero vinieron esas décadas de incertidumbre que dieron en nombrar
“la guerra fría”; mas tarde, tras la caída del muro de Berlín, el supuesto conflicto
se nos presentó como el enfrentamiento entre el mundo islámico y el occidental
y la industria cinematográfica de EEUU no dejó de introducir en muchas de las
películas que producía algún terrorista barbudo indefectiblemente árabe. Al
final hemos descubierto que esa tan temida nueva guerra mundial ya ha llegado y
que las partes beligerantes no son unas naciones contra otras ni tampoco unas
creencias religiosas contra las que le son distintas, ni siquiera los intereses
de unos continentes contra los de otros. Nada de eso. Hoy vivimos y padecemos
la atroz guerra entre el gran capital y el pueblo, una guerra que ha existido
siempre, pero que ahora alcanza límites paroxísticos.
Pero existen dos grandes
problemas en esta lucha desigual e insidiosa. De un lado, muy pocas son las
mentes críticas que se han lanzado a descubrir dónde está la auténtica cúpula del capital, o sea la raíz del
problema. Se nos habla de lo nefastos que son los bancos, pero los bancos,
salvo en sus consejos de dirección, están formados por personas de clase media,
asalariados que no se diferencian mucho de los demás trabajadores. Se nos habla
también de los políticos, que, cierto es, han creado una nueva clase llena de
privilegios (algo así como los militares de cierta graduación durante las
dictaduras). Sin embargo, la sociedad de hoy en nada se parece a una de
aquellas pequeñas polis que podían gestionar sus asuntos en el ágora. Un país
como España, formado por cuarenta millones de individuos, precisa unos
representantes, pero esos representantes, durante el desempeño de su cargo y al
finalizar el mismo, no tienen por qué cobrar unos emolumentos mayores que los
de cualquier otro trabajador.
Así pues, el pueblo, el hombre
de a pie, tiene que empezar por saber muy bien contra quién combate y qué es lo
que combate. Yo considero que, como primer paso, debe acabar con los abusos de
quienes lo gobiernan en su ciudad, en su comunidad y en su nación y para ello
no le queda ahora otra arma que la propia democracia. Cuando surgió el movimiento
15M, yo escribí y anduve repartiendo por las plazas un breve texto en el que
animaba a los indignados a constituir un partido político sin líderes que se
mantuviera sólo hasta el momento de alcanzar una mayoría parlamentaria
suficiente que le permitiese deshacer de forma legal el propio parlamento y
desde ese punto ensayar otra manera de sociedad.
A la vez, ese movimiento de
indignados debe universalizar su mensaje: que esa revolución pacífica traspase
las barreras nacionales y llegue a todo el mundo porque, recordémoslo, ésta es
una guerra mundial. Y, si hablo de revolución pacífica es porque el gran
capital posee su propio ejército, el más potentísimo y gigantesco de los
ejércitos, formado por miles y miles de mercenarios que ni siquiera saben lo
que están defendiendo. Sin embargo, el hombre de a pie no debe confundirse: los
soldados de ese ejército, los numerosísimos policías que velan las reuniones
del FMI o del Banco Mundial o nuestras manifestaciones antisistema no son
nuestros enemigos como no lo eran los trabajadores de los bancos. Hay que
apuntar siempre más hacia arriba porque sólo deshaciendo la cúpula del capital
podremos acabar con este injusto sistema que ha condenado a la miseria y a
veces a la muerte a millones de seres humanos.
El segundo problema, al que
antes aludí, consiste en que casi nadie es consciente todavía de que se halla
en el centro de una guerra terrible y cada cual con su pequeño egoísmo,
aferrado éste a sus pequeñas posesiones y aquél a su trabajo, no captan las
dimensiones de cuanto se nos avecina y van encajando uno tras otro los abusos
del gran capital sin reacción alguna.
Necesaria pues resulta la
concienciación de todos: desde los trabajadores de los bancos hasta los
parados, desde los policías hasta los maestros, desde los autónomos hasta los
estudiantes. Todos y cada uno deben saber de qué lado se hallan en esta guerra,
porque en la misma no sólo están en juego sus pequeños intereses, sino el
futuro de sus hijos y de las generaciones siguientes, el futuro entero de este
mundo. Si ahora permitimos que se nos convierta en esclavos, ni siquiera
nuestros nietos lograrán quitarse el yugo y las cadenas. Si permanecemos
quietos, no escaparemos a las peores pesadillas de Orwell o Bradbury.
El primer paso de nuestra lucha
ha de estar siempre en la Fraternidad, la tercera hija de la revolución y la
más incomprensiblemente preterida. Durante aquellas inolvidables jornadas del
15M la solidaridad entre el pueblo despertó de repente y todo brilló a su
alrededor y el gran capital entonces tembló por el temor a algo con lo que
antes sólo se había enfrentado en el Mayo Francés del 68, algo muy difícil de
contener contra lo que ya se está armando. De hecho, las actuales leyes
aprobadas contra el derecho a permanecer en las plazas (como es el caso de la
madrileña Puerta del Sol) o contra el derecho a colocarse una máscara en las
manifestaciones van encaminadas a combatir ese foco de insumisión que tanto les
preocupa.
Estamos a tiempo de evitar que
se nos imponga la más férrea de las dictaduras y tenemos respecto a nuestros
enemigos una indudable ventaja: ellos no suman más que unos pocos miles de
personas (la cúpula, muchísimos menos, tal vez sólo veinticuatro individuos,
que son los que constituyen el secreto consejo ejecutivo del FMI). Sin embargo,
nosotros formamos el resto de la Humanidad: millones y millones de seres en un
planeta con recursos suficientes para satisfacer las necesidades de todos, pero
una tierra usurpada todavía por esos pocos cuya ambición no conoce límites.
Nuestras armas para esta guerra
ya no pueden ser las mismas que las empleadas en las anteriores revoluciones.
Nada de cañones ni guillotinas. Ante todo, debemos marchar cogidos del brazo
bajo la bandera de la paz. Cada acto de violencia se nos volverá en contra y, como
nuestros enemigos lo saben, serán ellos mismos quienes intenten provocarlos
para crear entre nosotros disensión y descrédito.
La huelga esporádica como la
estamos viendo estos días en numerosos países ya no sirve para nada o si acaso
sólo como pequeña muestra del derecho al pataleo. Se necesita algo muy
distinto. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si un país como España se paralizase por
completo durante todo un mes? ¿Tan duro resulta para los trabajadores renunciar
a un mes de sueldo habida cuenta de que se juegan mucho más en el caso de
seguir soportando los reiterados abusos del gran capital?
Muy necesaria sería también la
constante coordinación de las gentes de todo el mundo, algo así como una nueva
Internacional permanente, y que lo ocurrido en cada nación del mundo tenga
inmediata respuesta en todas las demás.
Antes mencioné nuestras armas.
Ningunas tan poderosas como la palabra y el gesto. Hoy además contamos con un
vehículo fundamental: internet, aunque también pretenden amordazarlo los
mercenarios del capital.
El 15M nos enseñó el camino.
Retomémoslo porque es el único que conduce a la victoria. Desde aquel día se
han dado algunos pasos muy valiosos, pero se corre el riesgo de la dispersión.
Por lo pronto, se han constituido asambleas de barrios que evitan desahucios y
otros abusos; se están organizando comunidades autosuficientes, algo próximo a
los antiguos falansterios de los socialistas utópicos del siglo XIX, y se está
restableciendo a pequeña escala la economía de trueque. Me parecen interesantes
las tres iniciativas puesto que lo primero que hay que derribar es el actual
sistema económico y sobre todo esa gran trampa que es el dinero fiduciario. Sin
embargo, creo que la propuesta llegada desde el mundo árabe de volver al patrón
oro tampoco sería desacertada, claro que un porcentaje elevadísimo de dicho
metal (700.000 lingotes, si es que no son de tugsteno) ya se encuentra
inmovilizado en Fort Knox bajo la tutela de los mercenarios del gran capital.
Y lo que resulta evidente es que
la historia se ha acelerado de manera vertiginosa en este siglo XXI todavía
joven y que está en nuestras manos cambiar un mundo que se está convirtiendo en
una dictadura global.
Fernando
de Villena.