A modo de presentación


La obra de Fernando de Villena es, ante todo, una lucha titánica contra el desgaste de las palabras, como si le hubiera sido dado conservar su legado contra el deterioro del tiempo y la proliferación de los nuevos bárbaros. Por otra parte, De Villena conecta con la tradición más renovadora de la literatura española, como la Generación del 98 y, más atrás, con el Modernismo, Romanticismo y Culteranismo. Pero, a la vez, es un autor profundamente imbuido de su tiempo, inserto en el más nuevo paradigma. (G. Morales)

Aunque muchos no lo saben y otros no quieren saberlo, el poeta granadino Fernando de Villena es el autor de uno de los ciclos poéticos más ambiciosos, inquietantes y verdaderamente renovadores de cuantos se han producido en la poesía española de las últimas décadas. Este hecho lo convierte en referente obligado para un entendimiento riguroso de la última poesía española y en modelo cierto de las nuevas generaciones, que ya lo siguen con pasión. (J.Lupiáñez)

25 jun 2012

EL PAPEL DEL INTELECTUAL


          
               He paseado esta noche por una ciudad muy diferente a la que conocí en los años sesenta y setenta del pasado siglo. Todas las ciudades españolas eran entonces muy diferentes. La mía, no sólo por su carácter universitario, estaba llena de librerías con colecciones de amplio fondo editorial y de cafés donde los estudiantes comentaban entre sí sus lecturas. Muchos de esos jóvenes estudiantes soñaron entonces con cambiar este viejo país.
               Y este país cambió. En realidad, todo el mundo vivió una vertiginosa transformación. Yo siempre supuse que la evolución del mundo era positiva, que la Humanidad caminaba hacia adelante… Si me hubiera detenido a meditar, por ejemplo, sobre el paso del mundo clásico a la Edad Media me habría dado cuenta de mi equivocación.
               He paseado esta noche por mi ciudad y he ido encontrando por doquier grupos de jóvenes norteamericanos riéndose sin saber muy bien de qué. Si fuese fin de semana (el dinero no les da para más en este tiempo de crisis) habría también españoles en los bares, pero todos vociferando a sus equipos futbolísticos ante las macropantallas de los televisores. Es el signo de esta época.
               En España, primero la Ley de Reforma Universitaria, que consagró el nepotismo en los departamentos, y después la Logse, que destrozó las enseñanzas medias, acabaron con toda inquietud intelectual. Sin verdaderos maestros, ¿a quién seguir? Sin una valoración objetiva del auténtico mérito, hundidas las Humanidades hasta el punto de erradicarse en el Bachillerato casi por completo el estudio del Latín y de convertir la Literatura poco más que en un apéndice de la Lengua, los jóvenes se han encontrado sin espíritu crítico en un mundo que no les ofrece más valores que los del dinero.
               Ese deterioro progresivo y feroz de la cultura, programado minuciosamente por los jerarcas del capital a fin de crear esclavos dóciles, se inició en los años ochenta, paralelamente a la instauración del dinero fiduciario en casi todas las economías mundiales. Frente a las consignas del mayo francés y frente a la ideología hippy, se instauró el modelo del yupismo. Baste revisar cualquier película de la época para la comprensión de cuanto he señalado.
               Desde luego, la nueva ideología necesitaba también su cultura, o por lo menos un barniz decorativo que ostentara dicho nombre. Y surgió entonces una escritura oficial, realista, ramplona, carente de toda pretensión metafísica y que, en vez de mostrarse crítica con el mundo presente, censuraba nuestra ya enterrada dictadura de las anteriores décadas.
               Al igual que ocurrió en la época franquista, no faltaron ahora los escritores mimados por el régimen, esos que apostaban por una literatura fácil y evasiva. Habían llegado los tiempos de lo “ligh”, de la banalización cultural, del silenciamiento estalinista de toda disidencia, de toda apuesta audaz y verdaderamente crítica.
               No faltaron, desde luego, voces que se alzaran contra tal estado de cosas ya en los años noventa. En las hemerotecas puede indagarse (si es que ya queda en España algún investigador) lo que fueron la Literatura de la Diferencia y el Salón de Independientes, aquellas épicas protestas y aquella rebeldía contra un sistema y unos pseudovalores que estupidizan al individuo. Esa banalización de la cultura ha hecho levantar también la voz ahora, con más de dos décadas de retraso, a Mario Vargas Llosa.
               Y la pregunta que se nos plantea es la siguiente: en un mundo que parece haber retrocedido hacia una nueva Edad Media, en un país donde los espacios de crítica literaria de los grandes periódicos están vendidos a los grupos editoriales más fuertes (unos grupos ya no interesados en la cultura, sino en el mercado), ¿cuál debe ser el papel del intelectual y, sobre todo, del escritor?
               Y me lo pregunto porque no creo que la solución esté en el hecho de refugiarse en las bibliotecas de los monasterios, como ocurrió en el Medievo, ni en el permanecer ajeno e indiferente a cuanto sucede viéndolo pasar “como la corriente del gran Betis”. ¡No! El intelectual crítico en nuestros días, a mi juicio, debe:
1º/ Denunciar una y otra vez (no necesariamente desde su obra de creación, que si es digna, ya conlleva en sí misma una denuncia contra los falsos valores) las demasías, los abusos, las atrocidades y los engaños del mundo en el que vive y no del de épocas pasadas.
2º Ayudar en la medida de sus posibilidades a crear un mundo más solidario.
3º Crear su obra con arreglo a los criterios de lo bello, lo bueno y lo verdadero y autoexigirse siempre lo mejor, sin atender al canto de las sirenas de los apóstoles de la pseudomodernidad.
4º Publicar las obras propias donde le resulte posible (en esas pequeñas editoriales que hoy están desarrollando una labor tan encomiable) con la confianza en que ya vendrán otros hombres y otros tiempos que las rescaten.


                                                                                                       Fernando de Villena

2 jun 2012

LA TERCERA GUERRA


                Los que nacimos ya mediada la anterior centuria siempre nos enfrentamos al miedo de una tercera guerra mundial. Primero vinieron esas décadas de incertidumbre que dieron en nombrar “la guerra fría”; mas tarde, tras la caída del muro de Berlín, el supuesto conflicto se nos presentó como el enfrentamiento entre el mundo islámico y el occidental y la industria cinematográfica de EEUU no dejó de introducir en muchas de las películas que producía algún terrorista barbudo indefectiblemente árabe. Al final hemos descubierto que esa tan temida nueva guerra mundial ya ha llegado y que las partes beligerantes no son unas naciones contra otras ni tampoco unas creencias religiosas contra las que le son distintas, ni siquiera los intereses de unos continentes contra los de otros. Nada de eso. Hoy vivimos y padecemos la atroz guerra entre el gran capital y el pueblo, una guerra que ha existido siempre, pero que ahora alcanza límites paroxísticos.
                Pero existen dos grandes problemas en esta lucha desigual e insidiosa. De un lado, muy pocas son las mentes críticas que se han lanzado a descubrir dónde está la auténtica  cúpula del capital, o sea la raíz del problema. Se nos habla de lo nefastos que son los bancos, pero los bancos, salvo en sus consejos de dirección, están formados por personas de clase media, asalariados que no se diferencian mucho de los demás trabajadores. Se nos habla también de los políticos, que, cierto es, han creado una nueva clase llena de privilegios (algo así como los militares de cierta graduación durante las dictaduras). Sin embargo, la sociedad de hoy en nada se parece a una de aquellas pequeñas polis que podían gestionar sus asuntos en el ágora. Un país como España, formado por cuarenta millones de individuos, precisa unos representantes, pero esos representantes, durante el desempeño de su cargo y al finalizar el mismo, no tienen por qué cobrar unos emolumentos mayores que los de cualquier otro trabajador.
                Así pues, el pueblo, el hombre de a pie, tiene que empezar por saber muy bien contra quién combate y qué es lo que combate. Yo considero que, como primer paso, debe acabar con los abusos de quienes lo gobiernan en su ciudad, en su comunidad y en su nación y para ello no le queda ahora otra arma que la propia democracia. Cuando surgió el movimiento 15M, yo escribí y anduve repartiendo por las plazas un breve texto en el que animaba a los indignados a constituir un partido político sin líderes que se mantuviera sólo hasta el momento de alcanzar una mayoría parlamentaria suficiente que le permitiese deshacer de forma legal el propio parlamento y desde ese punto ensayar otra manera de sociedad.
                A la vez, ese movimiento de indignados debe universalizar su mensaje: que esa revolución pacífica traspase las barreras nacionales y llegue a todo el mundo porque, recordémoslo, ésta es una guerra mundial. Y, si hablo de revolución pacífica es porque el gran capital posee su propio ejército, el más potentísimo y gigantesco de los ejércitos, formado por miles y miles de mercenarios que ni siquiera saben lo que están defendiendo. Sin embargo, el hombre de a pie no debe confundirse: los soldados de ese ejército, los numerosísimos policías que velan las reuniones del FMI o del Banco Mundial o nuestras manifestaciones antisistema no son nuestros enemigos como no lo eran los trabajadores de los bancos. Hay que apuntar siempre más hacia arriba porque sólo deshaciendo la cúpula del capital podremos acabar con este injusto sistema que ha condenado a la miseria y a veces a la muerte a millones de seres humanos.
                El segundo problema, al que antes aludí, consiste en que casi nadie es consciente todavía de que se halla en el centro de una guerra terrible y cada cual con su pequeño egoísmo, aferrado éste a sus pequeñas posesiones y aquél a su trabajo, no captan las dimensiones de cuanto se nos avecina y van encajando uno tras otro los abusos del gran capital sin reacción alguna.
                Necesaria pues resulta la concienciación de todos: desde los trabajadores de los bancos hasta los parados, desde los policías hasta los maestros, desde los autónomos hasta los estudiantes. Todos y cada uno deben saber de qué lado se hallan en esta guerra, porque en la misma no sólo están en juego sus pequeños intereses, sino el futuro de sus hijos y de las generaciones siguientes, el futuro entero de este mundo. Si ahora permitimos que se nos convierta en esclavos, ni siquiera nuestros nietos lograrán quitarse el yugo y las cadenas. Si permanecemos quietos, no escaparemos a las peores pesadillas de Orwell o Bradbury.
                El primer paso de nuestra lucha ha de estar siempre en la Fraternidad, la tercera hija de la revolución y la más incomprensiblemente preterida. Durante aquellas inolvidables jornadas del 15M la solidaridad entre el pueblo despertó de repente y todo brilló a su alrededor y el gran capital entonces tembló por el temor a algo con lo que antes sólo se había enfrentado en el Mayo Francés del 68, algo muy difícil de contener contra lo que ya se está armando. De hecho, las actuales leyes aprobadas contra el derecho a permanecer en las plazas (como es el caso de la madrileña Puerta del Sol) o contra el derecho a colocarse una máscara en las manifestaciones van encaminadas a combatir ese foco de insumisión que tanto les preocupa.
                Estamos a tiempo de evitar que se nos imponga la más férrea de las dictaduras y tenemos respecto a nuestros enemigos una indudable ventaja: ellos no suman más que unos pocos miles de personas (la cúpula, muchísimos menos, tal vez sólo veinticuatro individuos, que son los que constituyen el secreto consejo ejecutivo del FMI). Sin embargo, nosotros formamos el resto de la Humanidad: millones y millones de seres en un planeta con recursos suficientes para satisfacer las necesidades de todos, pero una tierra usurpada todavía por esos pocos cuya ambición no conoce límites.
                Nuestras armas para esta guerra ya no pueden ser las mismas que las empleadas en las anteriores revoluciones. Nada de cañones ni guillotinas. Ante todo, debemos marchar cogidos del brazo bajo la bandera de la paz. Cada acto de violencia se nos volverá en contra y, como nuestros enemigos lo saben, serán ellos mismos quienes intenten provocarlos para crear entre nosotros disensión y descrédito.
                La huelga esporádica como la estamos viendo estos días en numerosos países ya no sirve para nada o si acaso sólo como pequeña muestra del derecho al pataleo. Se necesita algo muy distinto. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si un país como España se paralizase por completo durante todo un mes? ¿Tan duro resulta para los trabajadores renunciar a un mes de sueldo habida cuenta de que se juegan mucho más en el caso de seguir soportando los reiterados abusos del gran capital?
                Muy necesaria sería también la constante coordinación de las gentes de todo el mundo, algo así como una nueva Internacional permanente, y que lo ocurrido en cada nación del mundo tenga inmediata respuesta en todas las demás.
                Antes mencioné nuestras armas. Ningunas tan poderosas como la palabra y el gesto. Hoy además contamos con un vehículo fundamental: internet, aunque también pretenden amordazarlo los mercenarios del capital.
                El 15M nos enseñó el camino. Retomémoslo porque es el único que conduce a la victoria. Desde aquel día se han dado algunos pasos muy valiosos, pero se corre el riesgo de la dispersión. Por lo pronto, se han constituido asambleas de barrios que evitan desahucios y otros abusos; se están organizando comunidades autosuficientes, algo próximo a los antiguos falansterios de los socialistas utópicos del siglo XIX, y se está restableciendo a pequeña escala la economía de trueque. Me parecen interesantes las tres iniciativas puesto que lo primero que hay que derribar es el actual sistema económico y sobre todo esa gran trampa que es el dinero fiduciario. Sin embargo, creo que la propuesta llegada desde el mundo árabe de volver al patrón oro tampoco sería desacertada, claro que un porcentaje elevadísimo de dicho metal (700.000 lingotes, si es que no son de tugsteno) ya se encuentra inmovilizado en Fort Knox bajo la tutela de los mercenarios del gran capital.
                Y lo que resulta evidente es que la historia se ha acelerado de manera vertiginosa en este siglo XXI todavía joven y que está en nuestras manos cambiar un mundo que se está convirtiendo en una dictadura global.

                                                                                                              Fernando de Villena.