“La Revolución Pacífica”, por
Fernando de Villena.
I Congreso Internacional de Poesía y Música para la Paz, Granada.
En algún lugar leí que la lengua
española poseía bastantes sustantivos que no expresaban realidades sino
aspiraciones a ciertas realidades. Me refiero a términos como “felicidad”,
“sabiduría” o “justicia”.
Muy a menudo me he preguntado si
la palabra “paz” pertenece o no a este género de vocablos. O, dicho de otra
manera: después de examinar la historia de la Humanidad siglo tras siglo, una
historia de guerras sobre guerras y cada una de ellas más terrible que las
anteriores, me pregunto si el concepto de paz no será en sí mismo una ilusión
imposible, una quimera o, a lo sumo, el espacio de tiempo entre dos guerras.
En el prólogo de la “Celestina”,
Fernando de Rojas, citando a Heráclito y, sobre todo a Petrarca, nos explica
que “todas las cosas deben ser criadas a manera de contienda o batalla” y que
los astros, los animales y los seres humanos se hallan siempre en constante
guerra.
Cierto que la naturaleza nos
enseña como cada animal lucha por la supervivencia suya y la de sus cachorros y
a menudo mata para procurar su manutención. Cierto que cada especie posee sus
propias armas y estrategias de ataque o defensivas, pero en el reino animal, a
diferencia de lo que ocurre con los seres humanos, no existe la codicia ni la
ambición. Ni siquiera entre las industriosas hormigas, que durante el tiempo
bueno almacenan pacientemente para el largo invierno, existe esa oscura pasión
de poseer más de lo preciso, pues entre ellas reina la concordia y el bien de
cada una es el bien de la comunidad.
El humanista Luis Vives afirmaba
tajantemente que “todo aquel que tiene más de lo que necesita es un ladrón”. El
problema radica en que los hombres nos estamos creando nuevas necesidades de
forma constante. Mis viajes a naciones del tercer mundo me han enseñado que se
puede vivir con muy poco, casi con nada, y no por ello se es menos dichoso.
Diría más: esas personas, siempre con la sonrisa en los labios, esos seres
humanos que cuentan sólo con lo imprescindible, se encuentran más cerca de la
felicidad que nosotros, los epulones, los hartos en el festín de este mundo. Y
por supuesto: nuestra hartura se sustenta de sus privaciones y de su
explotación. La historia de la Humanidad es la historia del abuso de unos
hombres sobre otros y el brutal neocolonialismo que hoy padecemos constituye
sólo el último horror, el postrer eslabón en esa cadena gigantesca de
iniquidades y desmanes.
Cuando yo contaba sólo ocho o
diez años, este país era mucho más pobre, pero la solidaridad entre los
españoles de entonces haría avergonzarse a los de ahora. La abundancia corrompe
nuestros ánimos y nos hace creernos con derecho a todo, incluso a pisotear a
los demás. Y los deseos humanos, como el tonel de las Danaidas, no tienen
fondo.
En las escuelas se nos ha
enseñado a respetar el nombre de Alejandro Magno, el de César, el de Carlos V y
los de tantos otros cuyas ambiciones llevaron a la muerte a miles y miles de
personas. Grandes libros me parecen “La Iliada”, “La Eneida”, “El cantar de
Roldán” o “El Poema de Mío Cid”, pero todos ellos suponen una glorificación de
la guerra. Y si examinamos el cine y la televisión actuales comprobaremos que
la violencia es el ingrediente primero de la mayoría de los programas. De
manera ingenua, yo supuse que la posición que, con toda justicia, día a día va
ganando la mujer en nuestra sociedad, iba a reducir o desterrar esta lepra de
nuestro mundo, pero las numerosas “damas de hierro” de la política
contemporánea – Margaret Thacher, Ángela Merkel, Condeleezza Rice, Sarah Palin,
etc.- me han puesto en claro que estaba equivocado. La ambición y la
indiferencia ante la fragilidad humana no conocen sexos ni edades ni límites.
Pocos cineastas han analizado con
tanta pericia como Sam Peckimpah el tema de la violencia. Su película “Grupo
salvaje” arranca con las imágenes de unos niños que disfrutan quemando a un
escorpión. En muchos lugares del mundo constituyen un entretenimiento las
sangrientas peleas de gallos, de perros o incluso de hombres. ¿Cómo puede
considerarse el boxeo un deporte más? ¿Cómo puede la gente pagar para ver como
se destrozan dos personas? Y si vuelvo sobre la Historia, ¿qué horrores no
podría contar? Baste leer en “Guerra de Granada” de Hurtado de Mendoza la
sentencia que se aplicó a Abén Aboo, el último rey de los moriscos, a quien
despedazaron y dieron el cuerpo lleno de paja a los muchachos para que jugasen
con él, conservando eso sí, a los ojos de todos en la granadina plaza de
Bib-Rambla, la cabeza en una jaula para público escarmiento.
En el libro que escribió Jacques
de Coutré para dar cuenta de su propia vida y de sus andanzas, leemos, por
ejemplo, páginas como ésta donde todo lo que se nos dice no es cuento o novela
sino que sucedió realmente:
“También vi mandar freír y hazer
varias justicias a veynte ocho niñas de edad de ocho años cada una, y juntamente
a una vieja y a un hombre tuerto. Era lastimoso espectáculo. Primero sacaron a
cada una un ojo, después les desollaron las manos y sacaron las uñas; dallí a
un rato les cortaron un pedazo de lomo y se lo metieron en sus propias bocas.
Después los freyeron poquito a poquito cada uno en su sartén para que penassen
despacio hasta morirse”.
Al parecer, la causa de estos
tormentos fue que una de las niñas, sin saber lo que hacía, entregó la llave
del tesoro real a la vieja.
En la conquista española de
América no faltan otros ejemplos de crueldad extrema. como aquellas atrocidades
que López de Gomara nos cuenta de Vasco Núñez de Balboa y sus perros alanos que
despedazaban a los indios antes de quemarlos, en especial a los que practicaban
la sodomía. Curiosamente, el historiador nos ha dejado incluso el nombre de dos
de aquellos feroces canes que se ganaban su paga como si fuesen soldados:
Becerrillo y Leoncillo.
Y más cerca en el tiempo
recordamos la matanza de españoles por las huestes de Abdel krim en Monte
Arruit donde sus cadáveres fueron hallados con sus propios órganos genitales en
las bocas o las de los judíos a manos de los nazis, o las de los palestinos a
manos del ejercito israelí. Como podemos comprobar, las torturas de Abu Graib o
las de Guantánamo son sólo algunos de los últimos capítulos de la iniquidad
humana.
¿Es connatural en el hombre la
crueldad? Yo creo que sí; la escena antes referida de los niños quemando el
escorpión viene a decírnoslo. Pero la grandeza de ser hombre o mujer radica
precisamente en derrotar algunos de los instintos negativos que anidan en
nuestro interior. Para ser uno mismo hace falta ser vencedor de uno mismo. Pero
así en lo privado como en lo público existen muchísimos caminos fáciles que nos
guían hacia la violencia.
Durante el largo periodo que
padecí obligatoriamente en la Academia militar de Segovia, cada mañana me
detenía ante una máxima latina que en broncíneas letras destacaba sobre un
muro: SI VIS PACEM PARA BELLUM”. “Si deseas la paz, prepara la guerra”; ésta ha
sido la idea que ha dominado a la Humanidad siglo tras siglo: la paz sólo será
posible si se nos teme. Cuanto mayor sea nuestro arsenal, más seguros
estaremos. La llamada guerra fría, por ejemplo, no fue una guerra abierta
gracias al equilibrio de fuerzas o sea a la magnitud de los respectivos
arsenales soviético y estadounidense. Y ahora Irán se obstina en conseguir
armamento nuclear para no sufrir un destino análogo al padecido por Iraq. Todo
esto me parece terrible, pero, ¿existe otra posible visión de las cosas?
Cuando cayó el muro de Berlín y
el bloque comunista se desmoronó, las miradas de todas las gentes de bien
estuvieron atentas, expectantes, ilusionadas, pero no tardó en aparecer un
horror más fuerte aún que el de la guerra fría: el Neocapitalismo. Había nacido
un nuevo imperio universal con un lenguaje tan hipócrita como el de todos los
anteriores y con unos fines idénticos: sojuzgar al individuo, convertirlo en
esclavo de una pequeña élite.
Los políticos de todos los
tiempos se han llenado la boca con palabras grandilocuentes, pero su único fin
consiste en mantenerse como capataces de esta gran plantación llena de esclavos
que es y ha sido siempre el mundo.
Soy profesor de instituto y por
orden gubernamental se nos impone la celebración de una fiesta llamada “El día
de la paz”. Alumnos y profesores recitamos poemas alusivos a la misma; se
sueltan globos blancos e incluso palomas; se escuchan canciones de conocidos
pacifistas como John Lennon… Y, sin embargo, ese mismo gobierno que nos exige
la celebración de la fiesta de la paz, vende armamento, a veces incluso minas
antipersonales, a los países del tercer mundo, países donde a menudo no se
respetan los derechos humanos, y a su vez compra más armamento a los gobiernos
de otras naciones no menos tiznados de hipocresía.
La misma palabra “democracia”,
que siempre está en la boca de cualquier político actual, supone una gran
mentira. Este verano viajé a la India donde millones de persones sobreviven o
sobremueren entre montañas de basura y charcas de negra inmundicia. Hoy acá y
mañana allá, aquellos son sus territorios. Allí nacen, comen, se reproducen,
defecan, sueñan y mueren. Sin posibilidades de educación ni de asistencia
médica, la mayor parte de ellos no llegan a cumplir los ocho años. ¿Quién ha
censado a todos estos hijos de la miseria? ¿Quiénes de los que alcanzan la
mayoría de edad acuden a votar? ¿Cómo sabe el gobierno democrático de la India
quiénes nacen y quiénes mueren si muchos de ellos no cuentan ni siquiera con
una chabola? Yo los he visto tiritando de hambre, moribundos, sin otro anhelo
ya que el de pasar a otra reencarnación, y he visto a los jeques y a los
multimillonarios en los jardines del Taj Majal Palace. Y sé que ésta es una de
las naciones de economía emergente hasta el punto de ser ella la que compró la
mitad del oro del banco de España sólo un mes antes de que estallase la crisis
que hoy asuela el planeta. Sin embargo, el gasto social del gobierno indio no
se ve por parte alguna.
Pero vengamos a la civilizada
Europa o a los Estados Unidos de Norteamérica. Nuestras perfectas democracias
también me parecen de cartón piedra. Los partidos políticos de izquierdas y
derechas son los brazos de un mismo cuerpo, el gran capital, y que ganen las
unas o las otras no depende apenas de lo que el país quiera o necesite sino del
dinero invertido en la campaña: quien más tiene, puede engañar más y mejor.
Los medios de comunicación y su
extraordinario desarrollo en el siglo XX y en lo que llevamos del XXI han
representado un arma potentísima utilizada por los políticos para sus fines.
Resulta patético descubrir la lucha por el control de esos medios de
comunicación y ver como intentan hacernos populares y simpáticos a esos
personajes cuyas miras no tienen más límites que los de su ambición. Es curioso
observarlos sonrientes y seguros de sí mismos en los foros económicos
internacionales, siempre en connivencia con los banqueros. Allá se reparte la
miseria o la prosperidad de los reinos de este mundo mientras en las calles,
los policías, nuevos pretorianos, golpean y matan a veces a algunos jóvenes que
gritan contra la globalización y contra algunos de sus horrores como el de usar
para combustible las semillas que aliviaban parte de la hambruna de los países
pobres.
Pero los medios de comunicación,
que podrían servir para llevar la cultura al pueblo, son también utilizados
para la estupidización de las masas, para conseguir, en suma, que los
individuos no posean espíritu crítico.
La verdadera democracia no fue posible
ni en los pequeños estados de la Grecia clásica, pues en ellos existía la
esclavitud. En la Edad Moderna la reinventó para sus propios fines la astuta
Inglaterra que, además, supo exportarla, pero no nos engañemos: este sistema no
garantiza la libertad individual ni tampoco es igualitario; sólo se basa en
apariencias de libertad. Las personas creen tener capacidad decisoria para
elegir entre A y B, pero el abecedario posee otras muchas letras. O sea: los
votantes consideran que están eligiendo su propia opción, pero previamente les
han lavado el cerebro.
Nos aseguran que éste es el mejor
régimen posible. Por supuesto, yo lo prefiero a todas las dictaduras, pero, ¿no
nos encontramos ante otro modo más sutil de dictadura? ¿Por qué cerrarnos a la
idea de que no es posible otro sistema? Porque no intentar inventarlo o
construirlo? Miremos más allá de la ideología de nuestra propia época. Un nuevo
orden mundial puede estar en puertas.
Hasta este momento he hablado del
horror, de la codicia de los poderosos, del germen de crueldad que existe en el
interior de las personas y que es necesario vencer, de la monstruosidad del
capitalismo desmedido y la globalización…, pero ahora descubriré de todo ello
una nueva perspectiva.
Cuando el entonces presidente del
gobierno de España se empeñó en meternos en la guerra de Irak, una guerra a
todas luces injusta que costó y aún sigue costando muchísimos miles de vidas
(un ejemplo palmario del abuso de algunas naciones poderosas sobre otras más
débiles), cuando en los periódicos de todo el mundo apareció la fotografía de
los tres mandatarios –el americano, el inglés y el español- en las Azores, toda
la gente de bien de nuestro país salió a la calle para protestar airadamente. Y
otro tanto sucedía en casi todos los países del mundo. Yo fui uno más de los
manifestantes que gritaron contra la guerra en aquel momento histórico
trascendental. Y vi como los obreros iban codo con codo de los sacerdotes y las
monjas y a los estudiantes unidos a los ancianos. Allí no existían ya izquierdas
ni derechas, sino solidaridad colectiva. Fue la mayor marea humana que recuerdo
y una de las experiencias más emocionantes de mi vida. ¿Pero, por qué? –Me he
preguntado muchas veces.
Sencillamente, porque estaba
asistiendo –ahora lo sé con certeza- al nacimiento de una sociedad nueva
supranacional regida por la solidaridad. Se trataba de la primera señal o
vislumbre de algo maravilloso que aún está en el porvenir: algo así como una globalización
positiva. La utopía de tantos filántropos a través de los siglos alcanzaba
ahora visos de realidad precisamente por reacción contra el abuso de los
poderosos. Era posible otro orden de cosas presidido por la fraternidad, esa
hija de la revolución siempre olvidada y preterida.
En los días previos a la segunda
guerra mundial, Leonard Woolf, con verdadera lucidez, declaraba que “la amenaza
esencial de la civilización no residía tanto en la atrocidad de los bárbaros
como en la desunión entre la gente civilizada”. Hoy esa desunión está
desapareciendo.
Hace unos meses, cuando Barack
Obama fue proclamado presidente de los Estados Unidos, millones y millones de
personas lo celebraron llenos de esperanza en un mundo mejor. Ahí estaba de
nuevo esa multitud dispuesta a apostar por la solidaridad, por la tolerancia y
por la paz. Pero, desafortunadamente, en esta ocasión todos se equivocaban. Los
políticos, con independencia de que representen a las derechas o a las
izquierdas, nunca pueden ser la solución. Y no pueden serlo sencillamente
porque están hipotecados con quienes financiaron su campaña electoral, o sea
con el capitalismo feroz. El presidente Obama puede ir de acá hacia allá lleno
de hermosas palabras y gestos de buena voluntad, pero no va a arreglar nada.
Respecto a la problemática de Oriente Medio, por ejemplo, no podrá detener los
asentamientos judíos en Cisjordania ni muchísimo menos conseguirá la creación
de los dos estados. No podrá hacerlo porque a Israel (al menos al ochenta por
ciento de los israelitas con derecho a voto) no le interesa. Y, claro está,
Israel cuenta con el apoyo absoluto de los mandatarios mundiales del sistema
capitalista: esos anónimos personajes que constituyen el consejo ejecutivo del
Fondo Monetario Internacional.
¡No! Un político nunca puede ser
la solución, puesto que se trata sólo de un capataz de los verdaderos amos.
Quienes únicamente pueden imponer
un orden mundial nuevo basado en los ideales de la revolución francesa
(igualdad, libertad y fraternidad) son los individuos o más concretamente la
suma de los individuos. Ya Marx pedía a los proletarios de todas las naciones
que se uniesen, pero de la caída de los regímenes comunistas tenemos que
aprender ahora la lección. No sólo es necesario unirse sino también impedir
todo sometimiento dictatorial e impedirlo sin usar la violencia. Hablo de una
revolución pacífica. Gandhi nos enseñó el camino: la resistencia pasiva.
¡Cuántos abusos pueden corregirse, por ejemplo, boicoteando el uso de ciertos
productos! ¡Qué maravilla disponer de internet para poner de acuerdo a las
multitudes!
Una paz impuesta por las armas no
tiene futuro. ¿Cuánto duró, en realidad, la paz augustea? ¿Cuántas generaciones
serán necesarias en Gaza o en los Balcanes o en Irak para que se apague el odio?
Yo soy optimista porque compruebo
que día a día crece el número de los comprometidos con esa revolución pacífica,
aumentan las oenegés y cada vez al gran capital le resultan más difíciles sus
manipulaciones y ocultamientos porque continuamente aparecen voces nuevas que
denuncian y nuevos valientes que ante los foros económicos mundiales se dejan
arrastrar por los nuevos pretorianos.
Es necesario poseer espíritu
crítico y enseñar a los demás a tenerlo y cada cual puede hacer mucho desde su
puesto en la sociedad. El que es profesor, lo hará con sus alumnos; el que es
obrero, con sus compañeros de trabajo; el periodista, siendo fiel a la verdad…
Espíritu crítico y solidaridad: he ahí los pilares sobre los que debe asentarse
la revolución pacífica, una revolución que ya cuenta con magníficos precursores
como Noam Chomsky o Ernesto Sábato, una revolución que ya está en marcha y que
nadie podrá detener.
Fernando de Villena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.