A modo de presentación


La obra de Fernando de Villena es, ante todo, una lucha titánica contra el desgaste de las palabras, como si le hubiera sido dado conservar su legado contra el deterioro del tiempo y la proliferación de los nuevos bárbaros. Por otra parte, De Villena conecta con la tradición más renovadora de la literatura española, como la Generación del 98 y, más atrás, con el Modernismo, Romanticismo y Culteranismo. Pero, a la vez, es un autor profundamente imbuido de su tiempo, inserto en el más nuevo paradigma. (G. Morales)

Aunque muchos no lo saben y otros no quieren saberlo, el poeta granadino Fernando de Villena es el autor de uno de los ciclos poéticos más ambiciosos, inquietantes y verdaderamente renovadores de cuantos se han producido en la poesía española de las últimas décadas. Este hecho lo convierte en referente obligado para un entendimiento riguroso de la última poesía española y en modelo cierto de las nuevas generaciones, que ya lo siguen con pasión. (J.Lupiáñez)

PRESENTACIONES


XVIII PREMIO INTERNACIONAL MIGUEL FERNÁNDEZ
PRESENTACIÓN A FERNANDO DE VILLENA

Viernes, 11 de mayo de 2012
Publicado por Cristina Hernández González en sábado, mayo 12, 2012, en:



Fernando de Villena es un Ulises con voz de Orfeo. Un navegante y un mago. Siendo un Ulises, sólo le atañe el océano, símbolo de la movilidad perpetua, de la vida universal, del abismo original, y siendo un Orfeo, sólo le atañe la palabra, la palabra órfica contemplada –con nuevos ojos y nuevos oídos- tras el descenso al abismo infernal. Sí. Fernando de Villena es poeta del abismo, poeta del umbral. ¿Qué se puede decir, pues, de él? ¿Cómo resignarnos a compendiarlo en breves notas, cifras y datos? ¿Por qué conformarnos con un mero inventario de títulos, fechas y galardones?[1] Yo, que les hablo desde aquí un año más, no puedo. No me es posible. Ni siquiera me es concebible. Solamente he secundado la sugerencia de Fernando: “Buscadme siempre en mi palabra escrita.” Lo he buscado en su palabra, en su palabra poética. Y compartiré con ustedes como lo he encontrado.

Fernando de Villena es un Ulises. Un “vagabundo eterno de corazón hambriento”, como escribiera Tennyson. Bastaría, para demostrar lo que les digo, con asomarnos a su Atlántida interior (1990). Subyace en él, latente, el arquetipo del poseedor del conocimiento y de la tekné, de la sabia retórica que otorga un lenguaje de supervivencia tras escuchar los enigmas de los umbrales. Canto gnóstico de sirenas que le revelan que la sabiduría poética se percibe más por una extraordinaria audición que por una visión sesgada; que la palabra primigenia exige sujetos fronterizos y hondanada en los confines. Porque sólo en el naufragio puede alentarnos la poesía, vínculo sutil entre márgenes u orillas. Poeta que, en su travesía per umbram ad umbras, proclama un nuevo manierismo, síntesis y compendio de estirpe manifiestamente hispana, manifiestamente barroca, manifiestamente colisionando con los ramplones escollos de pedestres poéticas imperantes.
Neomanierismo combativo. Navegar para trascender. Y así surcamos los piélagos de Pensil de rimas celestes (1980) y arribamos a las ínsulas de las Soledades Tercera y Cuarta (1981), poemarios que, junto con Damas reales (1981) publicará bajo el título Rimas (1990), como antiguo cancionero. Y, sin embargo, la alegoría náutica se inferiría rotundamente estéril sin hundimiento, sin prolapso en el misterio material, sin caída en el naufragio. Porque no hay desplazamiento hacia horizontes, ni traslación por los confines, como tampoco errancia sobre un tangible desiderátum. El viaje cognitivo nunca exige anclaje apremiante en Circes o Calipsos, menos aún retorno a la patria, pues lo primero implica estancamiento y lo segundo conlleva regresión. En consecuencia, comprendemos el “Destino” de En el orbe de un claro desengaño (1984):
Esperé. Vine. Anduve.
Lamenté el esperar y haber venido.
Y seguí caminando entre la noche.

El viaje nocturno, tan homólogo al descenso a los infiernos –lo que quizá esclarezca la cuasi omnipresencia de órficas figuras en la amplitud poética de Fernando de Villena-, no es sino una sucesión de incursiones katábicas en el propio centro, un caer en la cuenta de nuestro yo. De ahí el desengaño, entendido más como conocimiento de la verdad y algo menos como extravío de la esperanza. Y ese saber de la penumbra –ese “alud de sombra” de “Último poema”- que convierte al poeta en un andante cautivo, inmobilis in mobile, únicamente se obtiene mediante la permutación de la mirada durante el tránsito. Contemplación, sensu stricto, de la amada de inefable rostro que no puede ser otra más que la palabra. Es la sempiterna “Desconocida”, la palabra que sólo se revela “fugaz de tan celeste”, tan esquiva y, en ocasiones, tan glacial para el poeta que se torna “neto silencio”. La faz mutada en humo de Eurídice. La palabra incapturable e impronunciable por cuanto en ella se enraíza el enigma del origen del self, de la palabra primigenia perdida. Pareciera que el poeta-Ulises ha logrado, en su entender no entendiendo, que la palabra es sólo insinuación, sugerencia, balbuceo y, por tanto, o por siempre, lo intacto auroral. En definitiva, le sobreviene al poeta el saber del “Noli me tangere”, quedándose o, para ser exactos, resignándose a permanecer
solo, como en marina tumba, quedo

en noche sin certeza de alborada.

Si no es posible rozar siquiera a la palabra, si el poeta se encuentra abocado a ese océano umbrátil o encrucijada, entonces, no hay más alternativa que la de entregarse a sus símbolos. A su esfinge –o sirena- megalítica. El libro de la esfinge (1985) ofrece una Granada laberíntica y ritual, una Granada que se interpreta y se construye como palabra-piedra fundacional, asentada en el manantial de las sombras, del “oscuror perpetuo”. Sólo con una mirada ciega será factible la visión. La mirada de Orfeo, condensada en la serie “Miradores”. Fernando de Villena ya lo sabe, es el ojo interior, el ojo de la intuición o contemplación el que reclama sacrificialmente la palabra poética. La ceguera y el mutismo a los que apelaron místicos sufíes y cabalistas (Ibn Arabi, Abulafia), místicos europeos (San Buenaventura, San Juan, Miguel de Molinos, el Maestro Eckhart, Jakob Böhme), tradicionalistas perennes (Aldous Huxley, René Guénon) o psicólogos transpersonales (Ken Wilber), por citar unos pocos. Son las exigencias del misterio: es preciso descender a la profundidad, a lo ténebre, diluirse –como agua de “esencia adamantina”- en las “entrañas de la oscura tierra”, en los orígenes ignotos, para postreramente resurgir. Nos hallamos, pues, por fin, ante La tristeza de Orfeo (1986), y ante la Eurídice-palabra que es “ausente sombra mía” y “cansada voz que ya es olvido” del poeta en su anábasis, culminando el peregrinaje por “la caverna de la noche, / de esta noche que ignora mi regreso.” La vida ha sufrido una metamorfosis y, entonces, ante la inefabilidad de la palabra, lo indecible queda impreso en Acuarelas (1987), donde atraca nuestro Ulises: de la ínsula de lo imposible de decir a la ínsula de lo posible en el arte, como manifestará más adelante en Nuevo museo pictórico y escala óptica. Un nuevo impresionismo lírico trazado en aguadas, poesía diluida que, no obstante, capta los cuatro elementos –mares, tierras, céfiros y llamas-, con menos compactos óleos y con más fugaces pinceladas. 
Estamos, pues, ante la materia poética, en toda la plástica complejidad de sus dimensiones, que requiere del lector contemplativo una mirada nueva. Una visión discontinua, irregular, oblicua, cuasi intermitente, semejante a los saltos de los delfines en el inagotable piélago, análoga a la presente ausencia de lo amado (ya sea una mujer, lo divino o la poesía misma) de Delfín de ausencias (1982-1985). Visión y comprensión, ambas inefables –insisto-, de cómo estamos irremediablemente condenados a Amar lo efímero (1985-1986), comprensión que nos desvela dos constantes en su obra: el viaje o peregrinaje de conocimiento (cual Ulises) y el desengaño, el despojarse de los velos de nuestra ceguera existencial (cual Orfeo), esa “Noche triste” sanjuanesca. Como sanjuanesca es la oscuridad luminaria de un Palacio en sombras (1987), edificio textual de galerías umbrátiles, liminares, por donde transitan seres espectrales, siendo el poeta una suerte de psicopompo mercurial cuyo caduceo no es otro que un “purpúreo silencio”.
Y de pronto, un giro copernicano, una flexión crucial, atraviesan y circundan la poética de Fernando de Villena. Pues sólo en las encrucijadas vitales nos asaltan disyuntivas poéticas: Vos o la muerte (1991) implica una elección fundamental entre los naufragios pretéritos y la calma hogareña y conyugal, entre la pugna por conquistar ínsulas poéticas y el establecimiento en la tranquila aurea mediocritas doméstica. ¿Ha regresado Ulises a la patria?

Virtuoso del verbo, no lo es menos del tiempo, del tiempo poetizado y por poetizar. Y se inaugura así la epodé, el en-canto o hechizo órfico que la palabra puede ejercer sobre el tiempo que se creyó perdido, y sin embargo recobrado por intercesión de la memoria restauradora y por transformación de la imaginación creadora. La epodé casi sacra de Poema de las estaciones (1992), de la circularidad renovable de un cosmos de flora y fauna, de esos jardines o edenes, de un “laberinto / vegetal y canoro y aromado, / universo sucinto / donde todas las cosas van escritas.” Pues, próximo al tratamiento de nuestra fugacidad lineal, en contraste con la periódica regeneración de la Naturaleza, se atisba un murmullo de lo sagrado, corroborado en Año cristiano (1995). Pedro José Vizoso insiste en la necesidad de hablar de una poética religiosa. Yo matizaría que se trata más de una poética de religación, de soldadura y vínculo con aquél que fuimos y que, en cierto modo, seguimos siendo. Incluso con quien quisimos y no sabemos si querremos ser. Correspondencias secretas y ocultas de las edades, de las cosas, de los seres, de los vocablos, que se acentúan en Arco de Rosales (inédito cuando se publica su segunda antología, 2004), poemario crepuscular, intervalo doble de luz al amanecer y al atardecer, al principio y al final. Instante impreciso, dudoso, como “La hora incierta” del poemario en alejandrinos Las horas del día. Interminables horas de un periplo que se transmutan en La década sombría (2008), entrecruce de intervalo y penumbra donde concurren los perfiles ya conocidos, en paralelismo con la década transeúnte a la que fue sometido Ulises antes de regresar. Pues, no en vano este poemario es coincidente en el tiempo de la escritura con sus libros sobre el Mediterráneo, como si tras la andadura náutica se hubiera encontrado Ulises con una Ítaca asolada o una Penélope ajada. Con una Belleza abandonada. Sólo quedan las atronadoras palabras del sabio Orfeo, “El mago”:
Crees ver la verdad y en un segundo
todo se desvanece o se transforma;
  
A Ulises, Tiresias le augura un segundo y último viaje, el viaje interior y solitario del navegante sabio. A Fernando nadie le profetizó, pero se ufanó en su propia epopeya, no tanto por explorar otros orbes, sino por instaurarlos con su palabra fundante. Surgen así, tras nueve años de cabotaje, Los Siete Libros del Mediterráneo (1998-2008). Después de las enrancias y los arrecifes, después de las lucubraciones acerca de ciclos y edades, el poeta concede su voz al mar. El poeta recobra los reclamos combativos pero con una más mesurada dicción. Su envite por la mitología grecolatina y la tradición bíblica, por un verbo macerado y una palabra erudita, es una nítida ofensiva contra aquellas “novelas con un lenguaje televisivo que se puedan leer en el metro o poemas que nos hablen de los taxis, los divorcios o los bares de alta noche.” Si bien a algunos libros parece que les concierne la dimensión espacial, la órbita locativa, mientras que otros parecen regirse por atributos claramente cronológicos, en verdad se establece una sutil mixtura entre ambas categorías. Porque pronunciar ‘Grecia’ es invocar una comarca, un lugar, pero es también  conjurar una edad, un tiempo. Faz doble que a su vez son utopías y ucronías de un no-mundo, el que crea el poeta transformándolo, un no-mundo producto del imaginal que enmarcará finalmente sus Figuras para un retablo, el séptimo y último libro. El primero, Libro de las ciudades,  nos embarca en un doble periplo interior, partiendo de Granada a Damasco, de Jerusalén a Málaga, recorriendo costas europeas, asiáticas, africanas y andaluzas. Los bordes o umbrales del Mediterráneo. No se nos describen las ciudades; éstas son creadas nuevamente, metamorfoseadas, como esa dulce, dorada y hermosa “Florencia”, hecha, a ojos del poeta

con esta luz penúltima

que como tempestad de polen áureo

cae por las estatuas y su insomnio

simulando de Dánae la lluvia

El segundo libro, Helénicas, atraca en las costas griegas, sin olvidarse de egipcios y fenicios, aunque se trate de la Grecia textual conocida por Fernando de Villena a través de Safo, Homero, Píndaro o Sófocles. De senectute consulis, el tercer libro, nos traslada a Roma, a una Roma no poco impregnada de cinismo mediante la mirada de un desengañado y anciano cónsul. El libro cuarto, pese a dirigirse a Las Dos Orillas, muestra una tríada estructural constituida por una mujer musulmana, por Jehudá Ha-Leví y por sacerdotes y cruzados cristianos. Tres rostros y tres voces del Mediterráneo. Un Mediterráneo que se torna en el quinto libro, tripartidamente áureo, piélago de tiempo de nuestros Siglos de Oro en que se asienta del poeta la “Firmeza”:

Broncínea y ajena al oleaje

que golpea tal látigo la playa,

arbitra el horizonte una atalaya

que es a la soledad vivo homenaje.

Arribamos, a fortiori, a los Tiempos finales del libro sexto, el más elegíaco quizá, el más umbrátil. Un Mediterráneo como frontera, bruno y espeso cual alquitranado, o, en palabras del propio Fernando de Villena, “cementerio de quienes pretenden cruzarlo para escapar de la miseria”. Y el ciclo náutico se pliega con las Figuras para un retablo: Safo, Diógenes, Cristo, Saulo, Abd-ar-Rahmán, Cervantes, Góngora, Keats, Shelley, Rilke, transeúntes o habitantes todos ellos de/en el Mediterráneo, y “tantos navegantes /cuyos nombres y gestas / se ha llevado el olvido.” Y, al final, el Ulises cantor de los misterios del Mediterráneo, el Ulises al que, no obstante, le ancla la tierra, culmina el viaje sabedor del cíclico renacer de este antiguo mar, lozano y vetusto, emblema, por tanto, del Principio y de la Eternidad[2].
Si bien nos sería posible acuñar La hiedra y el mármol (2010), y toda la poética de Fernando, con las vetas de una “permanente inquietud estilística”, como escribiera José Lupiáñez, o con estrías nítidamente áureas que atraviesan, no obstante, de forma oblicua, e incluso una cornucopia simbólica para una ubérrima palabra, quiero resistirme a ese pesimismo vital que se le ha atribuido. Y me resisto impugnando a sus orígenes, a su raíz de marmórea trepadora que nos desplaza y nos ubica -cuales prófugos in illo tempore- a la trágica petrificación de Níobe. Su desmedido orgullo materno la condujo a la extinción de su prole y a la metamorfosis de su blando y cálido cuerpo en un peñón abrazado por la hiedra. Sus lágrimas hicieron fluir un manantial y allí residió perpetuamente. Deviene perceptible su traslación a la obra de Fernando de Villena. La pérdida de descendencia o la carestía de fecundidad poética, esto es, el mutismo conclusivo o la locuacidad estéril son los terribles terrores que conciernen inapelablemente a todo poeta de la contemplación, cognitivo y umbrátil. Petrificación congruente ante el misterio de la regeneración cíclica (las estaciones, los doce sonetomeses, la circularidad sacra de la Naturaleza), ante la condena de nuestra caducidad, ante la grana Alhambra (o Edén nevado), ante el ego desterrado de la Arcadia, ante la mezquina mediocridad que predomina en los feudos del Parnaso y de la vida. Sin embargo, a pesar del desengaño de espinares rosas o de fríos inciertos o de cielos solemnes o de manzanas tantálicas, conjeturo hendiduras redimibles. Pues en esa concordia de opuestos que conforman el mármol y la hiedra se vislumbra la sincronía inexorable de lo inerte y lo orgánico, de lo estático y lo dinámico, de lo mineral y lo vegetal. Asimismo sería lícito reconocer, en una exégesis inversa, la perdurabilidad o inmortalidad de la piedra frente a lo ponzoñoso de la venenosa siempreverde o la belleza apolínea de la estatua frente al rapto extático y dionisíaco. Y, aun así, ambos, hiedra y mármol, entrañan un parentesco común: el arte y la inmortalidad. La palabra y su cíclica fecundidad. Y yo, en esta búsqueda de Fernando de Villena en su palabra, en su palabra poética, contemplo el canto o conjuro del órfico mago viajero, pues el desengaño, la penumbra, la incertidumbre, el olvido, el silencio también se desvanecen o se transforman. Y sólo queda un leve aroma porque
Algo hay de sagrado y de profundo

en la delicadeza y en la forma

de esas manos que algún genio conforma,

y en esas manos se contiene el mundo.

{contienes, Fernando}

[1] Fernando de Villena (Granada, 1956), es doctor en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura Castellana. Miembro del Grupo Ánade de Poesía y de la Academia de Buenas Letras de Granada, cuenta con una abrumadora producción literaria, crítica y ensayística. Ha publicado novelas de índole autobiográfica como El desvelo de Ícaro (1988), Atlántida interior (1990) y La primavera de los difuntos (1998), y otras más propiamente de ficción, como Relox de peregrinos (1988), Nieve al olvido (1993), El hombre que delató a Lorca (2002) o Iguazú (2006), por citar sólo algunos títulos. Ha recibido el Premio Ibn Gabirol, el Premio Ciudad de Jaén y el XV Premio Andalucía de la Crítica. Su obra poética ha sido reunida en tres importantes volúmenes: Poesía (1980-1990), de 1993, Poesía (1990-2000), de 2004 y Los Siete Libros del Mediterráneo, de 2010.
[2] “Esta nostalgia de la que hablamos es fruto de la idea de que para este autor Principio y Eternidad son la misma cosa,”, A. C. Morón, El Grupo Ánade de Poesía, Port-Royal, Granada, 2012, p. 40.


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